
Elkin y María: un viaje al corazón
Por: Emilio Gutiérrez Yance
En las entrañas de El Pozón, donde el polvo se levanta como un humo dorado al paso del viento y las casas parecen pintadas con pinceles de carnaval, vivía Elkin, mototaxista de pura cepa. Sus ruedas conocían cada grieta del asfalto caliente, cada esquina donde los pregones de bollos y arepas se mezclaban con los rezos de las abuelas.
Cada mañana, Elkin esperaba a María, la enfermera de manos milagrosas. Cuando ella aparecía, vestida con su bata blanca, parecía que el barrio entero respiraba distinto: los perros dejaban de ladrar, los gallos cantaban fuera de hora y hasta las bugambilias inclinaban sus flores para mirarla pasar.
Al subirse a la moto, el rugido del motor dejaba de ser estruendo y se volvía música: una tambora invisible que acompañaba las risas y los secretos que ellos compartían. Para Elkin, aquellos minutos eran eternos; para María, eran el respiro que la salvaba del peso de los hospitales y sus heridas.
Dicen que un amanecer, cuando el sol salía del mar con el rostro encendido, Elkin reunió el valor y, con voz temblorosa, le confesó su amor. El barrio entero lo supo: las palmeras aplaudieron con sus hojas, el polvo dibujó un corazón en el aire y los niños corrieron diciendo que un mototaxista había atrapado a un ángel.
María no respondió con palabras, sino con un beso que parecía traer en sus labios la brisa del Caribe. Desde entonces, la moto de Elkin no solo llevaba a una pasajera: llevaba a un milagro vestido de enfermera.
En El Pozón se murmura que cuando ellos pasan, el asfalto florece y el aire huele a mariposas amarillas. Porque hay amores que no nacen en palacios, sino en las calles polvorientas, y que aún así iluminan como soles pequeños el corazón de un barrio entero.