JEP imputa crímenes de guerra y lesa humanidad al general (r) Mario Montoya y ocho militares más por 130 ‘falsos positivos’ en el oriente antioqueño
Por mentir sobre el número de bajas, encubrir casos de extralimitación del uso de la fuerza, presionar a los miembros de las unidades militares bajo su mando para obtener bajas “en combate”, emplear un lenguaje violento que exaltaba el derramamiento de sangre y ordenar que no se reportaran capturas por considerarlas resultados operacionales indeseados, la JEP imputó a título de autor de crímenes de guerra y de lesa humanidad al general (r) Mario Montoya Uribe. La decisión, adoptada por la Sala de Reconocimiento de Verdad y de Responsabilidad, contra el excomandante del Ejército Nacional se da por 130 asesinatos y desapariciones forzadas cometidos cuando el oficial fue comandante de la IV Brigada, con sede en Medellín, entre el 2002 y el 2003.
Por estos mismos crímenes fueron imputados los tenientes coroneles (r) Julio Alberto Novoa Ruiz e Iván Darío Pineda Recuero, además de cuatro subtenientes, un teniente y un soldado regular, todos antiguos integrantes del Batallón de Infantería No. 4 ´Jorge Eduardo Sánchez´ (BAJES) y retirados del Ejército Nacional.
La imputación del excomandante de la IV Brigada y de los dos excomandantes del BAJES se sustenta, en parte en la presión que cada uno de ellos ejerció por bajas en combate. Una práctica que se replicó a lo largo de toda la cadena de mando militar, hasta constituir el punto de partida del patrón macrocriminal de asesinatos y desapariciones forzadas presentadas ilegítimamente como bajas en combate.
A través del quinto Auto de Determinación de Hechos y Conductas que se emite en el marco del Caso 03, que investiga ‘falsos positivos’, y el primero que se conoce del Subcaso Antioquia que priorizó el oriente de ese departamento, la JEP documentó que las unidades tácticas pertenecientes a la IV Brigada asesinaron y desaparecieron forzadamente a personas en 16 municipios, entre ellos San Carlos, San Rafael, Granada y Cocorná. Así mismo, determinó que el fenómeno criminal se inscribió en la política de la IV Brigada del conteo de cuerpos. Es decir, la imposición de las muertes en combate como único indicador de éxito militar.
Por ser máximos responsables, por su posición de liderazgo, y en su calidad de garantes de los derechos de las personas, la JEP llamó a reconocer responsabilidad al antiguo comandante la IV Brigada, quien después fue comandante del Ejército Nacional, general (r) Mario Montoya Uribe, así como a los dos antiguos comandantes del Batallón de Infantería No. 4 ´Jorge Eduardo Sánchez´ (BAJES) por contribuir a generar las condiciones propicias para que los ejecutores materiales perpetraran los crímenes, condiciones sin las cuales las conductas criminales no hubieran tenido lugar de forma sistemática y generalizada. Esos oficiales también contribuyeron a que esta práctica se arraigara, especialmente entre las tropas de esa unidad militar.
Según el auto de la Sala, esos oficiales, mediante la articulación de órdenes genéricas y, en algunos casos, implícitas, y de medidas de diversa naturaleza, instigaron o indujeron a los ejecutores materiales, a pesar de no tener siempre contacto directo con ellos y encontrarse, por regla general, relativamente alejados del lugar de la perpetración. El rol que cada uno de ellos ocupó para la época de los hechos en la institución militar los puso en capacidad de incidir directamente en la aparición y consolidación del patrón macrocriminal, en el que se enmarcan los crímenes imputados. Respecto de los comandantes de brigada y batallón, en particular, la Sala tuvo en cuenta su posición de garantes y la implementación por ellos de una política de facto que no tenía en cuenta el Derecho Internacional Humanitario (DIH), que puso en riesgo a la población civil.
En el caso del general (r) Montoya, la JEP lo llamó a reconocer responsabilidad a título de autor, al haber creado dolosamente, como garante institucional, un riesgo jurídicamente desaprobado para la población civil en la zona que operaba. La Sala determinó que como comandante de la IV Brigada. Montoya: 1) mintió sobre la producción de bajas pertenecientes a las Farc-EP y se mostró dispuesto a encubrir posibles casos de extralimitación en el uso de la fuerza. Un ejemplo que ilustra esta conducta, y que logró esclarecer la JEP, fue la presentación en rueda de prensa como guerrilleros del IX Frente de las Farc-EP a dos niñas y tres jóvenes civiles, que cayeron en una emboscada militar contra un vehículo que conducían dos paramilitares el 9 de marzo de 2002 en San Rafael.
En ausencia de transporte público, los muchachos le habían pedido al paramilitar conocido como ‘Parmenio’ que los llevara a una vereda vecina donde había una fiesta. A sabiendas de que se trataba de civiles que no participaban en las hostilidades, porque así se lo había reportado claramente el comandante del Batallón a cargo de la operación, el general Montoya insistió y presentó los cuerpos de los muchachos personalmente en la rueda de prensa como guerrilleros dados de baja en combate. Cuando el general Montoya se llevaba los cuerpos en un camión, la madre de Erika Castañeda recordó en audiencia pública ante la JEP haberle gritado “te va a hacer falta vida y a mí me va a sobrar para que me compruebes que mi hija es una guerrillera”.
Así mismo, la Sala determinó que el general (r) Montoya Uribe 1) presionó a los miembros de las unidades militares adscritas a la IV Brigada, midiéndolos, comparándolos e intimidándolos, para que produjeran bajas a toda costa. 2) Empleó constantemente, cuando se dirigía a sus subordinados, un lenguaje violento que exaltaba el derramamiento de sangre e incitaba al uso indiscriminado de la fuerza letal y 3) rechazó el reporte de capturas, incautaciones y otros resultados operacionales distintos de las bajas, considerándolas resultados operacionales indeseados.
Por haber contribuido de manera amplia y efectiva a la ejecución de conductas graves y representativas, además de haber incidido en el desarrollo y la configuración del patrón macrocriminal, por la escala de hechos en los que participaron y por la notoriedad de los mismos, la Sala de Reconocimiento imputó como coautores al comandante de pelotón en las baterías Deriva, Atacador y Cañón, subteniente Emerson Antonio Castañeda Morales; al comandante de la batería Bombarda y Cañón, teniente Nelson Enrique Carvajal Chisco; al comandante del pelotón Atacador 1, subteniente Edwin Leonardo Toro Ramírez; al comandante de la batería Cañón, subteniente José Alejandro Ramírez Riaño; al comandante del pelotón Bombarda 1, subteniente Diego Germán Guzmán Patiño y al soldado regular Óscar Iván Mayo Marulanda.
Este segundo grupo de máximos responsables en la modalidad de partícipes determinantes actuó en conjunto con otros miembros de la fuerza pública que se encontraban en la base de la cadena de mando. Estos comparecientes se relacionaban más horizontalmente con los ejecutores materiales y en ocasiones participaron directamente en la perpetración, aun cuando entre ellos también haya existido una relación jerárquica. Es decir, se trata de integrantes de la fuerza pública que estando en el teatro de operaciones ordenaron directamente a sus subordinados inmediatos la comisión de los asesinatos y actuaron junto con los ejecutores materiales o realizaron aportes esenciales en el nivel de ejecución, para la consolidación del patrón macrocriminal.
¿De qué son responsables?
Con base en la Constitución Política de Colombia y la jurisprudencia de la Corte Constitucional, la Sala calificó los crímenes a partir del Código Penal Colombiano y del Derecho Internacional. En los términos del Estatuto de Roma que creó la Corte Penal Internacional, la Sala calificó los asesinatos y desapariciones forzadas determinadas como crímenes de lesa humanidad, ya que en la legislación penal colombiana no existe una definición de esta clase de crímenes y el Estado colombiano tiene la obligación de investigarlos, juzgarlos y sancionarlos, al ser parte de la CPI.
Los crímenes de homicidio en persona protegida y desaparición forzada fueron cometidos como parte de un ataque contra la población civil. No fueron hechos aleatorios, ocasionales o aislados. Se trató de crímenes fueron planeados, dirigidos u organizados por agentes del Estado que se encontraban en cumplimiento de sus deberes oficiales. Además, la política establecida en la IV Brigada para confrontar a las Farc-EP, recuperar el territorio bajo su control y ganar la guerra, al menos en el departamento de Antioquia, permitió que los perpetradores tuvieran la motivación y contaran con los recursos necesarios para cometer estos crímenes.
La responsabilidad penal que la Sala de Reconocimiento de la JEP les atribuyó como autores se desprende de varias acciones mediante las cuales los comparecientes, teniendo la responsabilidad de ser garantes de derechos, instigaron la comisión de los crímenes imputados. Es decir, tenían un rol institucional del cual se desprendían deberes especiales de protección de los bienes jurídicos de las víctimas directas, y en lugar de cumplirlo, crearon un riesgo jurídicamente desaprobado, que se concretó en el surgimiento y prolongación del patrón macrocriminal.
No se trató de conductas aisladas o casuales. Cada una de las víctimas asesinadas y desaparecidas fue objeto de ataques con una misma finalidad: responder a la presión desmedida y sin control por bajas en combate que se estableció desde la comandancia de la IV Brigada y descendió a través de los distintos niveles de la cadena de mando. Esto se combinó con mensajes que desincentivaban la producción de otra clase de resultados, como las capturas, y que llevaban a ignorar deliberadamente los deberes que tenían los militares, de acuerdo con el ordenamiento jurídico interno e internacional, en su trato con la población civil y con enemigos capturados.
Los ataques contra la población civil fueron generalizados y sistemáticos. Primero, porque se trató de un ataque masivo que en el lapso de dos años condujo a la muerte de un número importante de personas. Y segundo, porque los perpetradores estaban prestos a aprovechar cualquier oportunidad para aumentar sus indicadores a costa de la vida de civiles y personas protegidas por el Derecho Internacional Humanitario (DIH). Contaban con mecanismos preacordados de encubrimiento, es decir, ante la posibilidad de “dar una baja”, ya sabían cómo proceder.
La determinación de los hechos y conductas, y las imputaciones formuladas por la Sala de Reconocimiento, son el resultado de la contrastación judicial y el análisis de todo el acervo probatorio del caso:
• 12 informes aportados por entidades estatales, organizaciones de víctimas y defensoras de derechos humanos.
• 64 integrantes de la fuerza pública rindieron versión en el marco del Subcaso Antioquia I en 73 diligencias, desde soldados hasta generales.
• Las solicitudes de acreditación, y las observaciones de las víctimas y de la Procuraduría a las versiones voluntarias en informes escritos y en audiencia pública.
• La contrastación y análisis de libros de documentos oficiales (libros de programas operacionales, misiones tácticas, actas de pago de recompensas y de levantamiento de cadáveres, órdenes del día, radiogramas operacionales y las carpetas oficiales de cada una de las supuestas “bajas en combate») obtenidos en los archivos de la IV Brigada y del BAJES.
• Documentos oficiales aportados por el Ministerio de Defensa, entre los que se encuentran manuales de operaciones e inteligencia, directivas, circulares, información sobre la composición de las unidades, hojas de vida de los comparecientes y resultados operacionales.
Un patrón macrocriminal y tres modalidades
Al analizar las cifras, la Sala de Reconocimiento se centró en el Batallón de Infantería No. 4 Jorge Eduardo Sánchez (BAJES), que concentra el 80% de los crímenes. Este porcentaje supera significativamente los números de otras unidades dentro de la IV Brigada, como el Grupo de Caballería Mecanizado No. 4 ‘Juan del Corral’ (GMJCO), la Agrupación de Fuerzas Especiales Urbanas Número 5 (AFEUR), el Batallón de Infantería No. 32 ‘General Pedro Justo Berrío’ (BIPEB), el Batallón de Infantería No. 10 ´Coronel Atanasio Girardot´ (BIGIR) y el Batallón de Ingenieros de Combate No. 4 ‘General Pedro Nel Ospina’ (BIOSP).
Los hechos cometidos por el BAJES entre 2002 y 2003 son ilustrativos del fenómeno criminal, pues esa era la unidad militar con jurisdicción sobre los municipios del oriente antioqueño, que era la región en la que convergía el dominio histórico insurgente con la presencia de áreas estratégicas para la economía nacional, como son la zona de embalses, la infraestructura eléctrica y la carretera Medellín-Bogotá, cuya protección era prioritaria.
A partir del proceso de contrastación judicial, la JEP documentó un patrón macrocriminal: asesinatos y desapariciones forzadas presentadas como bajas en combate por miembros de la IV Brigada. La primera de las tres modalidades indica que las víctimas fueron sacadas de sus casas, sus trabajos o fueron interceptadas en los transportes y vías públicas luego de ser señaladas como guerrilleros, milicianos o auxiliadores de la guerrilla.
Este fue el caso, entre muchos otros, de Luz Stelly Morales, de 16 años, quien fue asesinada por tropas de la Batería Atacador 1 luego de ser sacada de su casa en la zona de El Morro, en el municipio de Granada. Luz Stelly fue señalada por una guerrillera desmovilizada del ELN y asesinada por la tropa luego de que su captura fuera rechazada por el comandante de la Batería. “No nos están aceptando esa otra desmovilizada, ya tenemos una, nos toca dar esa baja”. Los crímenes se concentraron en zonas previamente dominadas por grupos insurgentes, a cuyos pobladores se los atacó bajo la premisa de que su convivencia forzada con los grupos guerrilleros era un signo inequívoco de su lealtad hacia ellos.
La segunda modalidad corresponde al engaño de personas en condiciones de vulnerabilidad socioeconómica para ser trasladadas al lugar donde serían asesinadas para ser presentadas como bajas en combate por integrantes de la fuerza pública. Se trata en su mayoría de personas habitantes de calle y en algunos casos de trabajadores informales de la central minorista de Medellín.
Así ocurrió, el 6 de julio de 2003, cuando miembros del Pelotón Cañón 2 del BAJES, vestidos de civil, se dirigieron a la central minorista de Medellín “José María Villa”. Allí llegaron a ofrecerles a cuatro hombres que trabajaban en oficios varios ayudar con una mudanza a las afueras de Medellín. Los cuatro hombres aceptaron la propuesta engañosa, fueron conducidos por los militares hasta Granada, donde fueron asesinados y presentados como guerrilleros dados de baja en combate en el marco de la operación Marcial Norte. Un mes después, en agosto de 2003, miembros del mismo pelotón repitieron la práctica, esta vez engañando a seis personas habitantes de calle de Medellín, que aún se encuentran sin identificar, ofreciéndoles ir a raspar coca. Los seis también fueron asesinados y reportados como bajas en combate en Granada.
La tercera modalidad documentada por la JEP es el asesinato y desaparición de personas protegidas por el DIH que estaban puestas fuera de combate. Un ejemplo de esta modalidad es el asesinato de un combatiente enfermo y en silla de ruedas que aún se encuentra sin identificar. El hecho ocurrió el 1 de septiembre de 2001, en las inmediaciones de un hospital de campaña de la guerrilla, en el corregimiento de Santa Ana del municipio de Granada.
En el marco de las tres modalidades identificadas, las víctimas fueron asesinadas en estado de indefensión, con la intención de presentarlas falsamente como muertas en combate. Tanto en la selección como en la ejecución de las víctimas jugó un rol central la connivencia con grupos paramilitares de la región y el uso de guerrilleros desmovilizados.
El análisis de la evidencia indica que los crímenes se inscribieron en la disputa real y simbólica del dominio que históricamente ejercían el ELN y las Farc-EP en la región. Por un lado, con el ataque a la población civil que habitaba las zonas controladas por las guerrillas, los integrantes de la fuerza pública golpeaban estratégicamente la moral de las guerrillas y su capacidad de fuego. Y, por otro, a través de su presentación como “resultados operacionales”, contribuyeron a crear la percepción de que el Ejército estaba ganando la guerra contra la subversión.
De acuerdo con la Sala de Reconocimiento, la presentación falsa de bajas en combate no se habría podido realizar con tanto éxito y durante tanto tiempo si cada baja ilegítima no estuviera cuidadosamente encubierta como un resultado legal, como se ha demostrado a lo largo de los diferentes Autos de Determinación de Hechos y Conductas expedidos en el Caso 03. En este, en particular, la JEP identificó que uno de los elementos más graves para encubrir las muertes ilegítimas cometidas por miembros de las unidades militares de la IV Brigada consistió en presentarlas como bajas en combate ante los medios de comunicación por parte del comandante de la Brigada, el general Mario Montoya Uribe.
Contexto territorial, político e institucional
Antioquia concentra el mayor número de casos registrados en el Universo Provisional de Hechos del Caso 03. De las 6.402 víctimas identificadas por la JEP entre 2002 y 2008, 1.613 (25,19%) ocurrieron en este departamento. De este total, 501 casos ocurrieron en el oriente antioqueño, que concentró más víctimas que cualquier otro departamento en Colombia. Esto contribuyó a que en Antioquia se experimentara un aumento progresivo de hechos, que reflejaron una tendencia exponencial, que influyó en la dinámica del fenómeno criminal en el resto del país.
Los asesinatos y desapariciones forzadas presentados ilegítimamente como bajas en combate se enmarcan, por un lado, en un contexto de alta intensidad de la confrontación armada en el oriente antioqueño a inicios de la década del 2000, que trajo consigo la degradación de la violencia, la estigmatización de sus pobladores y el incremento exacerbado de la vulnerabilidad de los habitantes sobre quienes las guerrillas habían logrado ejercer un control ostensible. Las guerrillas de las Farc-EP y del ELN llevaban la iniciativa militar en la confrontación y habían escalado su capacidad de desestabilización y afectación de intereses estratégicos de los órdenes regional, nacional e internacional.
Ante esta situación, el Estado colombiano, en cabeza de los presidentes Andrés Pastrana Arango (1998-2002) y Álvaro Uribe Vélez (2002-2010) puso en marcha una política de seguridad y defensa, cuyo objetivo principal fue alcanzar la victoria militar. Ambos gobiernos trazaron líneas de acción compartidas que se caracterizaron por el fortalecimiento de la fuerza pública en términos presupuestales, en pie de fuerza, nuevas tecnologías, sistemas de información, y en el mejoramiento del régimen prestacional y de carrera de sus miembros.
La política incluía la exigencia de resultados operacionales sobre las guerrillas, dirigidos a la victoria militar. Una de las máximas más importantes de esa política de seguridad y defensa fue la de “recursos y resultados”. Esto significaba que, a mayores recursos entregados a la fuerza pública, mayor debía ser la exigencia pública de resultados operacionales y de victoria militar. Así, los asesinatos y desapariciones forzadas en Antioquia no pueden entenderse sin el marco institucional de exigencia de mejores resultados operacionales, como parte de la política de seguridad de la época.
La Sala de Reconocimiento de la JEP acopió, revisó y analizó los documentos oficiales, entre otros, las leyes, decretos ley, decretos reglamentarios, las políticas de seguridad del gobierno nacional y su presentación en los discursos oficiales de los presidentes de la República, los planes nacionales de desarrollo, los planes de cooperación internacional, informes de seguimiento y medición de la política de seguridad emitidos por órganos del nivel administrativo, como el comando de las Fuerzas Militares y del Ejército Nacional, el Plan Patriota y los reglamentos operacionales de la época.
La importancia del Plan Colombia en el fortalecimiento de la fuerza pública fue resaltada en el Plan Patriota. Esta estrategia militar, por ejemplo, estableció tres “áreas estratégicas de gravitación y sostenimiento” prioritarias por tener la “mayor importancia económica y política” en el país, entre ellas el oriente antioqueño. La apuesta de fortalecer la fuerza pública como condición necesaria para ganar la guerra trajo consigo nuevos mecanismos de medición de gestión de éxito y resultados. En los documentos de seguimiento a la implementación de la política de seguridad empezaron a aparecer indicadores como el número de capturas y de bajas o muertes en combate.
El Plan Colombia se enmarcó fundamentalmente en “la lucha contra las drogas” y fue implementado en el fortalecimiento general de la fuerza pública. Esto, bajo la premisa de que el narcotráfico alimentaba las finanzas de los grupos armados ilegales. La primera edición del Plan Colombia fue aprobada por el congreso estadounidense el 13 de julio de 2000. Inicialmente, la ayuda aprobada alcanzó 806.3 millones de dólares, de los cuales el 75% estarían dirigidos a la fuerza pública. Entre 1999 y 2005, en el marco de este plan se recibieron aportes de Estados Unidos que llegaron a US$3.782 millones, de los cuales US$ 2.787 millones se dirigieron a la “lucha contra las drogas ilícitas y el crimen organizado” y US$ 465 millones al “fortalecimiento institucional” que redundaron en el fortalecimiento de la fuerza pública colombiana. El resto fue para “reactivación económica y social”.
La modernización de la fuerza pública trajo consigo el diseño y puesta en marcha de sistemas de información más sofisticados. Esto explica por qué en el marco de la implementación del Plan Colombia empezó el reporte del número de miembros de grupos armados ilegales capturados, número de bajas y número de ataques contra la infraestructura desde 2002, o por qué aparecen esos registros con claridad en los informes de gestión del Ministerio de Defensa y de las Fuerzas Militares desde 2001.
Así mismo, esta política nacional de seguridad involucró a la población civil en la estrategia de victoria militar en dos sentidos opuestos. Por un lado, como cooperantes, al promover el suministro de información por parte de los ciudadanos a los organismos de defensa y seguridad nacional y, por el otro, como posibles colaboradores de los grupos guerrilleros, según los manuales de la época, especialmente en las zonas rurales en las que la presencia de estos grupos era más fuerte. El oriente antioqueño no fue la excepción, allí esto se evidenció en la planeación de los hechos a partir de guías, e informantes, y en la estigmatización de la población civil.
Es en este marco institucional de “recursos y resultados” para la victoria militar en el que aparece la presión por muertes en combate ejercida por los comandantes en los teatros de operaciones militares y el comandante de la IV Brigada, desestimulando al mismo tiempo la presentación de capturas y otros resultados operacionales. Esa presión fue de tal carácter violento, magnitud e intensidad, que se constituyó en un elemento del patrón macrocriminal.
Si bien en los documentos oficiales, entre ellos el Plan Patriota, los indicadores de éxito del esfuerzo militar incluían tanto las bajas en combate, como las capturas y las desmovilizaciones,
la política de facto del comandante de la IV Brigada fijó las muertes en combate como el único indicador real del éxito militar. Por este resultado operacional se presionó a comandantes y tropas a lo largo de toda la cadena de mando y se midió, comparó y calificó el rendimiento de los miembros de las distintas unidades militares.
Los miembros de grupos paramilitares jugaron diversos roles en este primer periodo, que permitieron concretar los hechos. Con forme a las fuentes contrastadas la connivencia entre grupos paramilitares y el Ejército no se alteró en medio de las fracturas de la coalición contrainsurgente a comienzos del milenio. Las víctimas acreditadas ante la JEP detallaron cómo las relaciones de connivencia eran de público conocimiento y que su eficacia descansaba en parte en el hecho de que no fueran ocultas. De hecho, el cambio de brazaletes en presencia de civiles, el patrullaje y los retenes conjuntos, el escalonamiento operacional, entre otros, son signos de una connivencia pública y visible, que se tradujo tanto en la consolidación del control paramilitar sobre algunas cabeceras municipales del oriente antioqueño entre 2002 y 2003, como en las modalidades criminales desplegadas. Los crímenes cometidos por agentes del Estado, incluidos miembros de la fuerza pública, en connivencia, asociación u operaciones conjuntas con grupos paramilitares en el departamento de Antioquia seguirán siendo investigados por la Sala de Reconocimiento en el marco del Caso 08 (Crímenes cometidos por la fuerza pública, agentes del Estado en asociación con grupos paramilitares, o terceros civiles en el conflicto armado).
Cómo operaban los máximos responsables
La Sala encontró que la presión por mostrar resultados operacionales, que aumentó con la puesta en marcha de la estrategia de fortalecimiento de la fuerza pública, incentivó la comisión de asesinatos y desapariciones forzadas presentadas como bajas en combate. Este patrón macrocriminal se inscribe en la política de facto del conteo de cuerpos en el que cada una de las víctimas fue objeto de estos crímenes con la misma finalidad: responder a la presión desmedida y sin control por bajas en combate que se estableció desde la comandancia de la IV Brigada y descendió a través de los distintos niveles de la cadena de mando.
De acuerdo con lo mencionado por los comparecientes de la fuerza pública ante la JEP, los resultados operacionales considerados como válidos, mayormente felicitados y dignos de ser premiados por los comandantes, específicamente de la IV Brigada, era la muerte en combate, que fue adoptada por esta unidad militar como el único indicador real para medir el éxito en las operaciones. Este mensaje se dio a través de dos lineamientos centrales: el requerimiento de cero capturas, heridos o incautaciones, pues la presentación de estos resultados era desincentivada, y las órdenes explícitas e implícitas de presentar “muertos en combate” era el principal interés para el comandante de la IV Brigada.
La Sala señala que la presión por bajas en combate fue permanente y no ocasional, se ejerció en todos los niveles jerárquicos y fue incentivada por los comandantes de batallones y brigada. Los mecanismos para ejercer esta presión fueron los programas radiales, como su principal medio de transmisión de los incentivos positivos y negativos, la competencia entre unidades tácticas y el requisito de presentar una cuota de bajas mensual. Comparecientes del Subcaso Antioquia señalaron en versión ante la JEP que el comandante de la IV Brigada, general (r) Mario Montoya Uribe, transmitía el mensaje de querer como resultados operacionales solo bajas y ningún otro resultado. En efecto, al revisar los libros de programas del comandante de la IV Brigada emitidos entre enero y agosto del 2003, la Jurisdicción encontró que en ellas se resalta la “necesidad de que las unidades se pongan al día con las bajas”. La Sala contabilizó al menos 24 programas radiales en los que felicitaba a quienes hubieran dado bajas en combate. Así mismo, encontró que cuando las unidades reportaban bajas, el comandante de la Brigada decía: “La gente que se destaca hay que darle permiso”.
En los libros con las transcripciones, resúmenes y/o notas de los programas radiales realizados por el comandante de la IV Brigada y los comandantes de sus respectivos batallones que halló la Sala de Reconocimiento en los archivos oficiales se encontraron frases como: “Hasta la fecha se ha hecho 200 bajas. Un total de 3 «g» por día. El país está esperando más resultados por el Ejército” o “La mejor Brigada es la que da más de 204. Tenemos que ser la mejor”. Así mismo, encontró que en los casos donde no se reportaban bajas en combate se utilizaron expresiones tales como: “El pie de fuerza no está a la par de los resultados operacionales”. Llamó la atención de la Sala encontrar en esos programas reportes hechos por todas las unidades solo en términos de bajas.
De acuerdo con varios comparecientes. la orden de reportarse en términos de “litros de sangre” fue creada, emitida e inculcada por el general (r) Mario Montoya Uribe cuando él era el comandante de la IV Brigada. La Sala encontró que la obligación impuesta a las unidades tácticas de reportarse en términos de “litros”, “chorros”, “ríos”, “barriles”, o “carrotancados” de sangre fue la orden más recurrente y que tuvo mayor efecto en los comparecientes a la hora de interiorizar el mensaje de que las bajas en combate eran el único indicador de éxito. Así mismo, la JEP documentó un afán por aumentar el número de bajas de la brigada, con el fin de ser representativo en el país, como efectivamente sucedió durante sus dos años de comandancia.
La Sala de Reconocimiento aclaró que aunque existen registros operacionales de la Brigada IV durante los años del periodo de comandancia del general (r) Montoya Uribe en los que se evidencian capturas, desmovilizaciones, incautaciones y otros resultados operacionales, estos no eran mayormente felicitados ni recompensados, como sí lo eran las bajas en combate. Ni las capturas, ni las incautaciones, ni otros resultados diferentes a las bajas eran tenidos en cuenta, por ejemplo, para otorgar permisos. La JEP documentó que para el alto oficial las capturas no eran consideradas resultados válidos, porque derivaban en mayores trámites de verificación. En el mismo sentido, comparecientes de distintos batallones adscritos a la IV Brigada indicaron que, por estrategia militar, había entre los superiores la creencia de que las bajas se preferían a las capturas, porque si estas no se legalizaban o el detenido por falta de pruebas quedaba libre, la tropa del enemigo no se debilitaba, pues el capturado volvería a las filas.
Las exigencias a lo largo de la cadena de mando en la IV Brigada se hacían en forma de felicitaciones, regaños y reportes comparativos entre batallones. Así lo relató uno de los comparecientes ante la JEP: “Se felicitaba al personal, se medía la estadística de los batallones, decían quién iba de primero, quién iba de segundo”. Así mismo, en el libro de programas radiales del comando de la Brigada del 2003 se evidencian también menciones de presión dirigidas a la producción de resultados, en especial bajas, por ejemplo, las siguientes que se transcriben literalmente: “Reportar por barriles de sangre”, “La necesidad de que las unidades se coloquen al día en bajas”, “Toda operación debe obedecer a un excelente planeamiento y tener combates y resultados”, “El mejor resultado es el tangible. La acción de cada UT [Unidad Táctica] y el resultado es el mayor respaldo a Navío y Neutrón. Para la baja de un bandido necesitamos comprometimiento” y “La mejor brigada da 204 bajas”.
A la par con la presión por resultados, se implementó una política de incentivos que pretendía incentivar el reporte de muertes en combate. A partir de las versiones voluntarias recibidas por la Sala de Reconocimiento es posible establecer que en la IV Brigada, durante los años 2002 y 2003, los miembros de las unidades recibieron buenas calificaciones o felicitaciones y menciones en la hoja de vida, condecoraciones, cursos y comisiones al exterior. Dentro de los incentivos más significativos los comparecientes mencionaron la concesión de permisos, con los cuales se podían tomar días libres con mayor flexibilidad e incluso acumularlos (a diferencia de las vacaciones, las cuales eran programadas).
En el caso de los incentivos negativos, los comandantes recriminaban la falta de resultados a través de los programas radiales con expresiones como: “¿Qué pasó con los resultados?”, “¿Cuántos días lleva sin hacer bajas?”, “¿Es que en el área del Ospina no hay guerrilla o qué?”, “¿será que no?”, “usted no sirve para nada”, “usted solo se está robando el sueldo”, “solo está comiéndose los víveres y nada más”. Otra consecuencia eran los traslados. Los militares que no presentaran bajas tenían que quedarse en el monte o en el cerro indefinidamente, mientras que los que sí reportaban podían patrullar en los pueblos y gozar de mejores condiciones.
La Sala de Reconocimiento encontró que la tercera consecuencia negativa de no presentar bajas fue la amenaza ejercida por el comandante de la IV Brigada de ejercer la facultad discrecional para retirar de los cargos o de la institución a miembros de esa unidad militar. El general (r) Mario Montoya Uribe influía en la decisión de retirar a oficiales y suboficiales, lo que hizo que fuera temido. Él tenía la posibilidad de realizar malas anotaciones en el folio de vida y esto podía repercutir en la baja del servicio y el fin de las carreras militares de sus subalternos. La presión no cesaba incluso en contextos en los que el enemigo estaba diezmado y no era fácil de encontrar. Esta presión indiscriminada intensificó la competencia que favoreció la ocurrencia del fenómeno.
La Sala de Reconocimiento ha determinado a lo largo de los Subcasos Norte de Santander, Costa Caribe, Casanare y Dabeiba los patrones de macrocriminalidad que tuvieron lugar de manera simultánea, concurrente o complementaria en diferentes regiones del país, de asesinatos y desapariciones forzadas motivados por la presión por resultados que fue ejercida a lo largo de las cadenas de mando de diferentes unidades militares. Esta nueva imputación constituye un paso adicional en esta constatación e identifica los elementos explícitos contenidos en los documentos oficiales de la política de seguridad y defensa nacional de la época, en la que anidó la presión por resultados, que permiten explicar estos patrones de macrocriminalidad.
Daños causados
De los 130 crímenes documentados, 53 personas fueron asesinadas en el 2002 y 77 en el 2003. De ellas, 113 eran hombres, once niños, cinco eran mujeres y cuatro niñas. Además, tres víctimas se encontraban en condición de discapacidad. La mayoría de las víctimas directas fueron hombres (86,9%) y las sobrevivientes son, en gran proporción mujeres (76.5%). De los 81 crímenes que confesaron los comparecientes ante la JEP, 33 fueron además personas desaparecidas forzadamente y enterradas como personas no identificadas. En el marco de las investigaciones judiciales en la justicia ordinaria, se pudo establecer la identidad de algunas de las víctimas desaparecidas forzadamente. Sin embargo, la Sala encontró que 25 víctimas permanecen sin identificar. Esta fue una práctica recurrente de los antiguos integrantes de la IV Brigada. Los despojaron de cualquier indicio que pudiera ayudar a dar con su paradero.
El asesinato y desaparición forzada de personas para ser presentadas como bajas en combate por parte de agentes del Estado produjo serias afectaciones en las madres, padres, compañeras, esposas, hermanas, hermanos, hijos e hijas de las víctimas directas, quienes han afrontado daños morales, psicológicos, emocionales y físicos, al igual que daños materiales, familiares y socio-culturales. Las víctimas fatales no solo perdieron su vida, sino que, en algunos casos, experimentaron dolores físicos y psicológicos en los momentos previos a su muerte.
A través del estigma, los efectivos del BAJES pretendieron justificar sus actuaciones criminales, culpando a las víctimas de su sufrimiento por su presunto involucramiento con las guerrillas de la región. La Sala, a través del auto, enfatizó en que estas justificaciones son inaceptables. Pero adicionalmente, los testimonios recogidos por la JEP muestran que la estigmatización se tradujo en repertorios de violencia indiscriminados que afectaron grave y desproporcionadamente a la población civil de la región. Esa afectación se produjo a través de incursiones masivas en las que se balearon corregimientos enteros habitados por civiles o de asesinatos selectivos de personas que no estaban involucradas en las hostilidades y fueron presentadas como bajas en combate.
Los crímenes causaron un detrimento en el patrimonio individual y familiar al igual que un cambio abrupto en los proyectos de vida y en los roles familiares, lo que profundizó condiciones de vulnerabilidad socioeconómica previas a los hechos. Estos daños no solo han comprometido las redes familiares y afectivas de las víctimas fatales, sino que también han tenido efectos en las comunidades de las cuales hacían parte las víctimas.
Las víctimas de las conductas esclarecidas fueron, en su mayoría, pertenecientes a la población campesina del oriente antioqueño. Su pertenencia rural les hizo estar mayormente expuestas a situaciones de vulnerabilidad económica y a la confrontación armada.
Finalmente, es importante mencionar que las mujeres vivieron daños diferenciados y desproporcionados en la medida en que fueron las principales buscadoras de sus familiares. Esto no solo las expuso, en muchas ocasiones, a escenarios de revictimización por parte de agentes del Estado, sino que, también, las hizo más vulnerables a recibir amenazas y persecuciones en su contra. Este trabajo de búsqueda implicó un esfuerzo emocional, psicológico, físico y económico, sin precedentes.
¿Qué sigue?
Tras ser notificados, los nueve imputados tienen 30 días hábiles para reconocer los hechos y su responsabilidad o rechazarlas. También pueden reaccionar, aportando argumentos o evidencia adicional. Las víctimas acreditadas y el Ministerio Público tienen el mismo plazo para presentar sus observaciones frente a lo determinado en el Auto.
Al terminar el periodo de 30 días hábiles, y recibir la respuesta de los comparecientes, la JEP decidirá si fija una fecha para una Audiencia Pública de Reconocimiento de Verdad, al considerar que hay reconocimiento y aporte a la verdad plena. Esta audiencia o audiencias serán preparadas y desarrolladas con participación de las víctimas. Si los comparecientes niegan su responsabilidad, se remitirá el caso a la Unidad de Investigación y Acusación (UIA) de la JEP.
Si hay reconocimiento, una vez realizada la Audiencia de Reconocimiento, la Sala adoptará una resolución de conclusiones que remitirá al Tribunal para la Paz para que este imponga una sanción propia, si es el caso. Esta sanción debe ser consultada con las víctimas, debe tener un propósito reparador y puede incluir restricciones efectivas de la libertad y otros derechos. Los comparecientes que nieguen su responsabilidad y sean vencidos en juicio, podrán ser condenados hasta a 20 años de cárcel.
Con la determinación de los hechos y las conductas en este Auto, la Sala de Reconocimiento completa la imputación de 62 personas en el marco del Caso 03. De ellas 55 (89%) han reconocido su responsabilidad. La Sala ha remitido 5 antiguos miembros de la fuerza pública que no han reconocido su responsabilidad a la UIA para que se siga el proceso adversarial y se encuentra en proceso la remisión de los 2 restantes.