
Yamile Alarcón: Disciplina en Carne Viva
Por: Emilio Gutiérrez Yance
La vida de Yamile Alarcón no es una simple carrera, sino una línea de fuego trazada por la voluntad. En sus ojos, la disciplina no es una norma, sino una cicatriz invisible que le enseñó la vida. Desde la necesidad infantil que la obligó a crecer antes de tiempo hasta el rigor del uniforme de subcomisario de la Policía Nacional, su existencia es un tejido de coraje puro y una fortaleza que desafía la lógica de lo que una sola mujer puede soportar. Ella es el vivo testimonio de que la verdadera vocación no se elige; se hereda, como una marca de nacimiento, de la obligación de sobrevivir.
Nacida en 1975, en una Bogotá donde el frío no solo calaba los huesos, sino que parecía congelar las oportunidades, Yamile conoció la lucha a los ocho años. Las empanadas que vendía, cuidadosamente fritas por su madre, no eran solo sustento; eran pequeños soles de maíz y carne que ella ofrecía para combatir la penumbra de la miseria. El aceite caliente, que se adhería a su piel como un presagio, la acompañaba en las esquinas, donde los hombres rudos de la calle, al verla tan pequeña, le ofrecían un respeto silencioso. Su canasta, más que un objeto de trabajo, era el arca de su promesa de vida, y ella, sin una sola queja, aprendía el valor de la disciplina en el constante ir y venir de los buses.
A pesar de la urgencia del sustento, una beca de la Embajada de Argentina en la Escuela República Argentina le abrió una grieta de luz. Estudiar secretariado fue el paso pragmático para sostener a su familia, pero su destino ya había sido escrito por el viento de los páramos. En 1997, un llamado que parecía venir de un sueño la empujó a la Policía Nacional. El uniforme, el más hermoso que jamás vestiría, se convirtió en una segunda piel, un compromiso que iba más allá del reglamento. Fue entonces cuando supo que la línea recta de su esfuerzo infantil la había preparado para el camino más sinuoso: el servicio a la patria.
La crónica de sus años de servicio se escribe en la geografía del conflicto. En zonas como Soatá y El Espino (Boyacá), los zancudos zumbaban más fuerte que las balas, y las noches se estiraban sin estrellas. Su valentía la llevó a formar parte de un grupo de contraguerrilla, donde era la única mujer entre hombres forjados en la guerra, un punto de quietud en medio del caos. Su presencia era un talismán, su determinación, la brújula que no se torcía. Cada operativo era una estrofa de un poema épico que nadie leía, salvo sus compañeros y el viento.
Pero el deber trajo consigo la sombra. Tras la captura de un jefe de finanzas del Frente 44 de las FARC en 2003, la amenaza se posó sobre su hogar como un pájaro de mal agüero. Yamile tuvo que desplazarse; su familia, como una casa en medio de un vendaval, tembló, pero su espíritu se mantuvo indoblegable. El peso de ser madre y policía se hizo tangible, pero ella, con la misma tenacidad con la que vendía empanadas, levantó a sus tres hijos, víctimas reconocidas del conflicto. La disciplina ya no era una herramienta; era el muro de contención entre el horror y la ternura de sus hijos.
A lo largo de sus 27 años de servicio, Yamile entendió que su uniforme no era solo autoridad, sino una invitación a la empatía. Aprendió a mirar a través de la jerarquía y a ver el dolor humano. La disciplina que la ha mantenido como una de las pocas mujeres activas de su promoción es, en esencia, una filosofía de vida forjada en el sacrificio y la gratitud silenciosa. Su brújula interior es el recuerdo del capitán Ruiz, su mentor asesinado, cuyo sacrificio se entrelaza con el suyo, un hilo invisible que cose dos destinos marcados por la vocación y la tragedia.
Como madre cabeza de hogar, Yamile demostró que ser policía y ser madre no son caminos contradictorios, sino complementarios. Sus tres hijos, ahora profesionales, son la prueba de que se puede criar con manos tiernas y un corazón de fuego. Ella ha construido un puente sobre el abismo entre el deber y la familia, un acto de realismo mágico cotidiano. En un mundo que exige elegir, ella se negó, demostrando que la verdadera grandeza se encuentra en el equilibrio feroz.
Yamile Alarcón no necesita estatuas ni calles con su nombre. Su historia está escrita en las madrugadas que venció sin quejarse, en los pueblos que recorrió llevando firme la palabra y el ejemplo, en los hijos que educó con manos tiernas y corazón de fuego.
Cada traslado fue una estrofa, cada guardia una palabra precisa, cada acto de valor, una sílaba de vida. No construyó epopeyas en los diarios, pero fue poema diario en la intimidad del deber.
Si algún día la historia olvida su nombre, el viento aún llevará su voz por las estaciones rurales, donde una mujer con voz dulce y temple indoblegable enseñó que la verdadera grandeza se honra con gratitud silenciosa y miradas que saben reconocer lo justo.