
Donde el viento destruyó hogares, la Policía sembró esperanza
Por: Emilio Gutiérrez Yance
El cielo de Mitú en el departamento del Vaupés amaneció despejado aquel día. El municipio ubicado en el sureste de Colombia, en la frontera con Brasil, se preparaba para vivir sus tradicionales Ferias y Fiestas de Integración y Reinado de Colonias: los parlantes tronaban con música, las calles se llenaban de color, las risas de los niños se mezclaban con el aroma de la gastronomía típica y el sonido de los tambores. Era una jornada pensada para celebrar la vida y las raíces. Pero en medio de aquella alegría colectiva, el destino tenía otros planes. Sin previo aviso, el viento cambió de humor. Primero fue una brisa inquieta, luego un rugido implacable. Un vendaval furioso azotó el humilde barrio Urania y, en cuestión de minutos, lo que había sido hogar se convirtió en ruina.
La noticia llegó al corazón de la Policía como llegan las tragedias: urgente, inesperada, desgarradora. Mientras todos disfrutaron, el subteniente Jhon Briam Peña Bermúdez recibió un llamado: el auxiliar Chirley había perdido su casa tras la caída de un enorme árbol. Sin pensarlo dos veces, dejó la festividad, y reunió parte de su equipo: el patrullero Claudir Habith de Vega Medel, la patrullera Deysi Dayana Gutiérrez Rivas y el auxiliar Steven Paul Peinado Peralta. La misión había cambiado, ya no era apoyar la seguridad en aquella celebración, sino algo mucho más profundo: ser el consuelo y la fuerza de una comunidad que lo había perdido todo.
Cuando la patrulla llegó al barrio Urania, el silencio era más fuerte que cualquier sirena. Las calles estaban cubiertas de ramas, los techos de zinc colgaban torcidos como si fueran papel, y los juguetes de los niños flotaban en el barro. Más de 60 familias habían quedado a la intemperie. Las mujeres intentaban rescatar lo poco que quedaba de sus pertenencias, los ancianos observaban con resignación y los más pequeños, confundidos, abrazaban a sus madres sin entender por qué ya no tenían casa.
Fue entonces cuando aquellos cuatro uniformados decidieron convertirse en mucho más que policías. Dejaron atrás los protocolos y tomaron hachas, machetes y martillos. Con las manos cubiertas de tierra y el uniforme empapado por la lluvia, empezaron a cortar árboles caídos, a retirar escombros y a reconstruir paredes improvisadas con lo que encontraban. No había descanso ni tiempo para la fatiga; cada clavo que martillaban era un pedazo de dignidad que regresaba a las familias.
En medio de la emergencia había lágrimas contenidas, abrazos sinceros y miradas que, en medio del dolor, volvían a brillar entre los vecinos. La patrullera Deysi, con el rostro enrojecido por el esfuerzo, no dejaba de trabajar al lado de las madres que trataban de salvar sus enseres. El patrullero Claudir, con un niño dormido en sus brazos, ayudaba a levantar un nuevo techo. Y el subteniente Peña, con voz firme pero serena, organizaba a la comunidad para que todos colaboraran.
“Cuando creíamos que lo habíamos perdido todo, llegaron ellos. No solo nos ayudaron a levantar nuestras casas, sino también nuestra moral. Su generosidad y humanidad nos devolvieron la esperanza”, dice con la voz entrecortada una de las vecinas afectadas.
Pero la jornada solidaria no terminó ahí. En la casa del auxiliar Chirley, encontraron a sus padres envueltos en una acalorada discusión con un vecino por la caída del árbol que destruyó su vivienda. Una vez más, la patrulla cambió de rol: esta vez no eran rescatistas, sino mediadores de paz. Con paciencia y empatía, calmaron los ánimos y lograron un acuerdo entre ambas partes. Luego, como si aún les sobraran fuerzas, ayudaron a reconstruir la vivienda familiar.
Cuando ya el cansancio se reflejaba en el rostro de los policías, un gesto sencillo coronó su labor. Una de las familias les regaló una pequeña bolsa de limones. Para muchos podría parecer insignificante, pero para ellos fue un símbolo de gratitud infinita. “La mejor medalla que uno puede llevar en el pecho es el cariño de la gente. Eso vale más que cualquier condecoración”, confesó el subteniente Peña con una sonrisa que, por primera vez en el día, dejaba ver el orgullo de haber cumplido con el deber más noble: servir.
“La labor de estos policías es el reflejo más humano de lo que significa portar un uniforme. Estar donde nos necesitan no solo cuando la ley lo exige, sino cuando la vida lo necesita”, expresó el Coronel Felipe Andrés Ardila Valderrama, comandante del Departamento de Policía Vaupés.
“Nuestro mayor orgullo es servir con entrega. Cada hombre y cada mujer de esta institución trabaja incansablemente por el bienestar de los ciudadanos,” puntualizó.
La emergencia abrió un espacio para la solidaridad, la empatía y la esperanza. Los policías no solo reconstruyeron casas: levantaron sueños, suturaron heridas invisibles y recordaron a toda una comunidad que no está sola. En cada golpe de martillo y en cada mano tendida se escribió una lección profunda: la seguridad no siempre llega en forma de patrullas o sirenas; a veces llega en forma de humanidad pura, vestida con el verde de la esperanza.