
Belén Karina Durán Ortiz | «Legado de honor, servicio y valentía eterna».
El 30 de noviembre de 2001, en Zulia, Norte de Santander, la tierra recibió a Belén Karina Durán Ortiz. La pequeña, al nacer, no fue un simple destello en la vastedad del universo, sino un presagio, una figura de oscuridad y luz entrelazadas. Desde su primer aliento, el mundo pareció volverse aún más incierto, como si ella trajera consigo la carga de aquellos que se encuentran predestinados a desafiar las sombras del destino.
Crecer en la cálida y enigmática vereda La Ye de Astilleros fue como alimentar el alma de una joven con la quietud y el misterio que sólo el campo puede otorgar. Entre las colinas y los vientos del río, Belén percibió que el eco de su existencia no sería fugaz, sino que resonaría entre las almas perdidas, abrazando la justicia como su única misión.
A los 18 años, tras una vida marcada por el sacrificio y el anhelo de servir, decidió unirse a la Policía Nacional. En ese momento, la joven dejó de ser una sombra de sueños difusos y se convirtió en una presencia palpable, firme, destinada a enfrentar los oscuros rincones de la sociedad con la luz de su vocación. No era la gloria lo que buscaba, sino la calma que se encuentra en la entrega total.
Los meses en la institución fueron como una constante lucha con las sombras. Cada paso que daba, cada meta alcanzada, era un desafío contra el olvido, una prueba en la que su espíritu se templaba con el hierro de la disciplina y la firmeza. Por su constancia, por su capacidad para enfrentar la adversidad, fue reconocida y admirada. Su nombre, tan breve y tan potente, llegó a ser sinónimo de sacrificio, un alma dispuesta a caminar por senderos oscuros con tal de iluminar la vida de los demás.
El 28 de abril de 2025, el destino le jugó su última jugada. En un operativo rutinario en Simití, Magdalena Medio, Belén fue atacada. Las balas, frías y traidoras, se llevaron su vida, pero no su legado. La noticia de su muerte, en medio del viento de esa mañana incierta, estremeció a su comunidad, a su familia, a sus compañeros. Y sin embargo, su nombre no se desvanecería. La oscuridad que marcó su partida sería eclipsada por la luz de su sacrificio.
El cortejo fúnebre fue un viaje hacia la eternidad, no una simple despedida. Los habitantes de Zulia, la misma tierra que la vio nacer, se congregaron en silencio, como si el mismo aire que la había acompañado en vida la guiara en su último trayecto. El vuelo de un helicóptero Black Hawk sobrevoló la ciudad, mientras las calles, atestadas de corazones quebrados, lloraban en un lamento sordo, eterno, inquebrantable.
El féretro, cargado con el peso de la memoria, avanzó hacia la iglesia. El pueblo entero parecía haberse sumido en una especie de trance colectivo, como si al caminar junto a ella también lo hicieran junto a su sacrificio. No hubo palabras que pudieran llenar el vacío dejado por su partida. Su tumba, situada en el cementerio Las Piedras, alberga sus restos, pero el espíritu de Belén, libre y trascendental, ha cruzado las fronteras de la vida y la muerte. No busca la inmortalidad en la gloria, sino en la entrega que dejó en cada paso dado.
La ceremonia en la iglesia, el canto de los mariachis, las miradas vacías de aquellos que aún no lograban comprender cómo una vida tan llena de promesas había sido arrebatada tan pronto, dejaron una sensación de calma tensa. La patria, esa que Belén había servido sin vacilar, estaba ausente en ese momento de tristeza, pero su sacrificio era la venganza silenciosa contra las sombras del mal.
Y en el aire, como un suspiro lejano, las palabras del general Quintero resonaron, aunque vacías de todo consuelo: «Belén no será olvidada, su vida nos deja una lección que trasciende más allá de su tiempo». Pero las palabras se disolvieron rápidamente en la brisa, como ecos de un pasado que nadie podría revivir.
Zulia, a partir de ese día, ya no sería la misma. Y su gente tampoco. Porque Belén Karina Durán Ortiz, la patrullera cuyo destino fue un reflejo de la crueldad y la belleza de la vida, se convirtió en un ángel que siempre vivirá en los laberintos del recuerdo. En su lugar, permanecerá su sombra, eterna, en la memoria de todos aquellos que la conocieron y la amaron. Como las estrellas que, aunque lejanas, no dejan de brillar.
Por: Emilio Gutiérrez Yance