
Doña Lola: el sabor de Cartagena en un plato de mondongo
En Cartagena de Indias, donde el sol cálido acaricia las murallas y el bullicio de la gente llena las calles de vida, en el barrio La Esperanza, uno de los más populares, existe un rincón donde la vida huele a mondongo, a yuca hirviendo, a arroz con coco recién hecho. Es el restaurante “Doña Lola”, atendido por su dueña y alma, Dolores del Carmen De Ávila, una mujer que ha hecho de la cocina un acto de amor y resistencia.
Nacida y criada en el legendario barrio Chambacú, tierra de tambores, sudores y sueños, Lola aprendió el arte de cocinar como se hereda la sangre: de manera natural. Su abuela Antonia Ramos fue la primera maestra, y a su lado, entre ollas ennegrecidas y cucharas de palo, Lola descubrió que en cada sancocho se podía contar una historia.
Hoy, con 69 años a cuestas, su restaurante es punto obligado para propios y visitantes. Ella suele decir, con picardía costeña:
—“Si usted viene a Cartagena y no prueba mi mondongo, es como si no hubiera venido”.
Y no exagera. Su especialidad, el sancocho de mondongo de los domingos, se vende como pan caliente. La clienta María Frías recuerda con asombro la primera vez que lo probó:
—“No había probado una sopa tan exquisita en mi vida”.
Los taxistas y mototaxistas son sus mejores clientes. Ellos saben que en Doña Lola no solo se come, también se conversa y se ríe. Cada plato parece tener el sazón de las calles, de las historias y de la música de Cartagena.
De muchacha, cuando apenas tenía 15 años, Lola empezó vendiendo fritos en La Esperanza. Luego trabajó en una casa de familia en el barrio El Cabrero, con gente que emigró a los Estados Unidos y que quiso llevársela. Pero el destino la amarró a Cartagena. Un latonero llamado Donaldo “El Mono” Sanjuan le robó el corazón y cambió sus planes. Con él crió seis hijos: dos son policías, uno estudió mecánica dental y, entre ellos, está Dalimiro Sanjuan, quien llegaría a ser comisario.
Su rutina empieza cuando la ciudad aún duerme. A las 4 de la mañana camina hacia el mercado de Bazurto, donde los vendedores ya la saludan como a una vieja amiga. Vuelve cargada de pescado fresco, viandas y verduras que más tarde convertirán su restaurante en un hervidero de aromas.
Doña Lola es alegre y dicharachera. La música la acompaña siempre, en especial la salsa que recuerda el barrio donde nació. Su canción favorita es “El Getsemanicense”, que canta a la Cartagena de callejones y faroles. Al final de cada jornada, bajo el calor pegajoso de la ciudad, se toma cuatro cervezas heladas para refrescarse, “para despejar la memoria y renovar las fuerzas”, como ella misma dice.
El barrio entero la reconoce. En un solo día puede recibir más de cien saludos de transeúntes que, al pasar, sienten cómo el olor de su cocina se extiende por las calles de La Esperanza como una brisa invisible que convoca al apetito. Y como si el homenaje no bastara con la tierra, hasta los aviones que cruzan constantemente el cielo cartagenero inclinan su vuelo en respeto a Doña Dolores, la reina indiscutible del sancocho de mondongo.
Así, entre el humo de las ollas, las carcajadas y los saludos, Doña Lola ha tejido una vida que ya forma parte de la memoria colectiva de Cartagena. Sus manos, curtidas por el tiempo y el fuego, evocan historias de lucha y superación, transmitidas de generación en generación.
Su cocina emana un aroma que es un abrazo cálido, transportándonos a la Cartagena de antaño. Cada cucharada de su sancocho de mondongo es un viaje a través de su historia, una historia que se refleja en sus ojos brillantes, que ha logrado convertir su restaurante en un faro de esperanza, un lugar donde el amor se cocina a fuego lento y se sirve con una generosidad infinita, uniendo a la comunidad cartagenera alrededor de su mesa.
Por: Emilio Gutiérrez Yance.