Bajo la luna de Arjona: una historia de brujas y amor

En los tiempos del “ayer”, cuando los mayores eran llamados con respeto los señores del tiempo viejo, corría de boca en boca una historia inquietante en el corazón de Arjona, Bolívar, ese pueblo cálido y lleno de secretos como tantos otros de la costa Atlántica.

Decían que en esas tierras de palma, canto de grillos y noches de luna ardiente, vivían dos hermanos. El menor de ellos, impulsivo y romántico, se había enamorado de la hija de una mujer a la que todos en el pueblo señalaban en voz baja: “bruja”, murmuraban con miedo y asombro. La madre de la joven, al enterarse del romance, se opuso rotundamente. Nadie sabía si por celos, por orgullo o por algo más oscuro.

Los hermanos trabajaban la finca del abuelo —a quien todos llamaban con cariño Papá-Abuelo—, un hombre sabio y conocedor de los secretos antiguos: tenía oraciones para el mal de ojo, para espantar gusanos de las cosechas, para curar brazos torcidos… y también, para cazar brujas.

Una noche, mientras la brisa mecía las palmas y el silencio se adueñaba del campo, los muchachos dormían en hamacas colgadas dentro de una humilde casa de palma. El reloj marcaba la medianoche cuando un extraño sonido los despertó: aleteos secos, como de aves pesadas cruzando el cielo.

—¡Vienen! —susurró el mayor con voz temblorosa.

Las brujas se posaron en el techo, justo sobre sus cabezas. Entre risas burlonas y susurros incomprensibles, comenzaron su ataque. Al menor, el enamorado, le cayeron puñados de tierra dentro de la hamaca, como si una mano invisible cavara en un cementerio y vaciara su carga sobre él.

Esto se repitió varias noches. Siempre en luna llena. Siempre a la misma hora. Siempre con la misma malicia.

Desesperados, contaron lo sucedido a Papá-Abuelo, quien los escuchó con calma mientras fumaba su tabaco y miraba al cielo como buscando respuestas en las estrellas. Luego se levantó, fue al cuarto donde guardaba sus cosas y sacó una vieja soga hecha con cerda de caballo. Según decía la tradición, ese era el único material capaz de atrapar a las brujas.

—Esta noche no dormirán solos —dijo con firmeza.

Y así fue. Cuando regresaron los aleteos y las burlas, Papá-Abuelo recitó en voz baja unas oraciones antiguas mientras lanzaba la soga al techo con fuerza y precisión. Un grito desgarrador rompió la noche. Luego otro. Y otro. Había atrapado a las brujas.

Las figuras cayeron al suelo, retorciéndose y rogando piedad. Tenían forma humana, pero sus ojos brillaban con un resplandor inhumano. Prometieron, entre sollozos, no volver a acercarse al joven. Juraron dejar en paz a quien solo había cometido el pecado de amar.

Desde esa noche, nunca más se escucharon aleteos sobre la casa. Y aunque el muchacho jamás volvió a ver a la hija de la bruja, dicen que aún la sueña en noches de luna llena.

Por: Emilio Gutiérrez Yance